sábado, 19 de noviembre de 2011

El adiós definitivo.

No se despidieron en una estación, tampoco en una boca de metro, ni siquiera en un aeropuerto. Se despidieron en un portal, como si de repente hubieran regresado a la adolescencia, etapa que nunca compartieron. Se despidieron con lágrimas, con alguna que otra vana esperanza bien guardada en los bolsillos. Ella guardó la ilusión con mimo en su bolso de mano y él se fue sin darse la vuelta, por no verla llorar más. Habían recuperado sus números de teléfono y sus direcciones siete años después de que desaparecieran el uno para el otro.

Ella nunca esperó que esos dos momentos llegarían: el instante de recuperar su teléfono, saber algo de él otra vez y el momento de decirle adiós por última vez. A veces piensa que el verdadero error fue reencontrarse de nuevo y vivir lo que a lo mejor no debía haber vivido, al menos no con él. Tampoco sabe si hubiera sido tan valiente de no haberse atrevido, o si la espina de no haber hecho lo que deseaba hubiera dolido más que la espina que ahora le recuerda lo mal que se portó con ella. No quiere arrepentirse pero le dolió demasiado. Le dolieron sus palabras, las que dijo y las que no pronunció, el cariño primero y el golpe después. Le dolió hasta sentir ahogarse.

Él se mudó y ella cambió de dirección y de teléfono. Ninguno de los dos recurrió a algún nexo que les pudiera dar información sobre su situación. Él perdió los nueve números que le permitirían volver a escuchar su voz y ella olvidó su número. No volvieron a verse.

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