lunes, 12 de enero de 2009

No debería decirte que anoche también pensé en ti. Tampoco debería decirte que guardo algunos de tus mensajes y los releo cuando me acuesto, como si fueran algo importante, como si me hubieras enviado alguna palabra que sonara a cariño.
Hoy estoy cansada, esta mañana empecé las prácticas del último año de carrera y no tuve tiempo ni para pensar en nada. Sin embargo, son las nueve de la noche y aquí estoy, escribiéndote de nuevo. No es bueno que lo haga, tampoco que piense en ti, pero hasta el día de hoy no he encontrado el modo de lograr lo contrario. Lo haría si supiera porque no tiene sentido que piense en ti o que a veces me visite la remota idea de querer hacerte feliz. No lo tiene, soy consciente y tengo ganas de enfadarme conmigo misma, pero no lo hago puesto que no serviría de nada. Soy demasiado cabezota como para cambiar de idea y borrarte para siempre. Tampoco solucionaría nada, eso me has dicho tú siempre.
A veces, cuando me has hecho saber que hay que seguir hacia adelante, a pesar de nuestros altibajos, he pensado que tú también me necesitabas, o que en algún momento de algún día cualquiera pensaste en mí, se pasó mi nombre por tu cabeza y sentiste unas ganas (aunque mínimas) de verme, de tomar algo conmigo y contarme qué te sucede, qué piensas y qué sientes.
Pero este pensamiento sólo se corresponde con mis deseos, y, por tanto, es otra de las tantas cosas que no tienen sentido pero que sí forman parte de mi vida; y es éste otro de los motivos suficientes como para enfadarme y decirme que deje todo esto, que deje de escribirte y pensarte. No puedo hacer una cosa sin la otra, y de esta manera sólo consigo llegar a la conclusión de que no sé si esto me hace daño, no sé si me perjudica y sólo temo que si algún día lo veo todo más claro, sea demasiado tarde como para volver a pensarte con una sonrisa en mi boca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario