lunes, 5 de enero de 2009

Te quiero

Me rozas sin que tú lo sepas, y ni siquiera sé si eso me inquieta, o me ruboriza, o me hace sentir especial, o mejor que desde hace cinco minutos. Haces que te quiera sin que tenga la necesidad de atarme a alguien que se sienta en el deber de darme una razón por la que sentirme más feliz. Consigues que te mire a los ojos, sin fijarme en nada más, en el entorno, en las personas que pasan delante de ti, o en las que todavía están paradas tras tuya. Alzas la mirada y me miras desde arriba y hasta abajo. Me coges la mano derecha y se te antoja no soltarme durante un minuto y miedo. Sonríes, pero como con miedo, aunque tú dirías que sonríes de la vergüenza que te produce que yo haya aparecido así en tu vida, como de casualidad, y que has aprendido a quererme muy rápido. Cierro los ojos durante tres segundos y finjo no estar nerviosa, para no ponerte nervioso. Fluyen mis deseos de que no te marches demasiado lejos para cuando yo me de la vuelta, y a mis labios les falte tiempo para decirte, aunque en tono tranquilo y bajo, “adiós”.
No quiero que sientas que esto ha sido un momento efímero que no debe repetirse. No me apetece que pienses que he sido un error, que, irremediablemente, después se convertirá en un vago recuerdo que se irá perdiendo poco a poco en tu memoria, hasta que ya no quede nada. No, no me apetece en absoluto que ocurra eso, pero puedes imaginarlo. O puedes hacerte el tonto. Pero aunque puedas mantener esa postura durante 48 horas, cuando éstas se acaben, cuando lleguen a su fin y comiences un día nuevo, serás tú el que mejor sepa que en esta ocasión, yo llevo razón. No. No me apetece que te olvides de esto, y de mis intentos por aparentar que no me late el corazón a cien por hora cuando creo verte detrás de ese cristal, apenas a seis metros de mí. No quiero sufrir, no quiero que me duelas. Tampoco que dudes (de mí)...


...y después, después dices que no te quiero.

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