lunes, 5 de octubre de 2009

Una ración de ilusión, oiga

Llegó tarde a la cafetería. Bueno, en realidad no llegó ni pronto ni tarde. Todavía le quedaban veintitres minutos para llegar a la oficina. El jefe no le estaría esperando, ella tendría suficiente con llegar a y cinco.
Llegó con calor en sus piernas y escalofríos en la espalda. El viento era leve, frontal y olía a otoño. Ella sonreía sin motivos, aunque también sentía que quería llorar por momentos. Pero nunca los encontraba. O bien estaba en el trabajo, o bien delante de sus padres, o bien obligándose a reír delante de la caja tonta. Total, que allí estaba. En la cafetería de la esquina. Una cafetería de toda la vida. Con encanto. Con marrones y beiges por todos lados. Miraba a su alrededor, y grupos de ancianas felices se contaban las últimas peripecias de sus nietos, mientras ella se pedía un café con leche caliente.
Lo tomó pacientemente, quería saborear cada gota de cafeína, y, al mismo tiempo, quería quedarse allí. Durante toda la mañana. Descubrir vidas, detectar gestos o identificarse en los rostros de otra gente le volvia loca. Pero, aquella mañana se dio cuenta que todavía quedaba mucha ilusión por llegar de nuevo a su vida. Fue consciente. Quiso decírselo a sí misma, pero el ruido que provocó una nueva visita, con la apertura de la puerta principal, provocó que se callara, que reinara el silencio más silencioso. Que pestañeara despacio y terminara su café.
Aún hoy piensa que en el momento en que se acercó aquella mujer a preguntarle qué le apetecía tomar, debería haberle respondido: "Una ración de ilusión".
Puede que se la hubiera servido. Puede que existan milagros.

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