lunes, 28 de septiembre de 2009

Quizá un día me comprendas

Llevo casi dos semanas diciéndote que volveré a hablarte en diciembre (porque es la única manera de echar freno a mis pensamientos(tú)), pero no lo consigo. Después de una semana vuelvo a hablar contigo y ayer vuelvo a intentar hacerte creer que dentro de dos meses volveré, pero, también sé que se me da mejor pensar en el resto de personas que en mí, y así me va. Que ni pasarán dos meses sin hablarte, que me encontrarás siempre apoyándote sin pedirte nada a cambio (aunque sí necesite alguna demostración, cualquier señal de agradecimiento o compensación), pero, bueno, no nos engañemos, que tú estés de vez en cuando ante mis ojos me gusta. Me sienta bien.
Aún así, ya has dicho dos jueves que me llamarías en fines de semana, y no lo has hecho. No me encargo de reprochártelos por dos motivos:
1. no tengo derecho a hacerlo.
2. no sé si hubiera querido/podido o atrevido a cogértelo... ya sabes: a veces se tiene tantas ganas como miedo... y eso lo escuché en una película española que me gustó. Una película de una pareja que se recita poemas llenos de cosas que de sólo escucharlas, sonríes, te llenas de amor y comienzas a sentir el doble de lo que solías sentir. La soledad te parece mucho más grande y la pasión te parece más pasión.
En fin, sólo (te) escribía esto para convencerme de que no escucharé tu voz, que no sé a dónde irán estas palabras, y que si algún día (por remoto que pueda ser) acaba en tus ojos, me perdones. Tampoco tengo derecho a inundar un pequeñísimo espacio de tu mundo con letras que no pueden decirte nada, porque yo no puedo decirte nada, porque ni siquiera sé el modo en el que puedo influirte.
El apoyo es sólo eso, apoyo, que si no va acompañado de cariño, de poco me sirve. Cómo de poco te sirve (o serviría) a ti hablarme sin contestación alguna. ¿Verdad?
Seguro que me entiendes, y si lo haces, tal vez pueda volver a estar accesible para que me cuentes si comprendes la mitad de todo esto que te digo, o si nadie te había escrito cosas parecidas y por esa misma razón ves incomprensible esta hilera de letras que sólo pueden nacer desde el corazón, que no de la cabeza.
Siento, también, y ya de paso, no saber frenar las ganas de escribir, la velocidad y el ritmo de mis dedos que aprendieron a correr por su cuenta cuando tenía once años.
Siento tener ganas de verte, y siento que sea imposible.

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